¿Quién o Qué?

Una conmoción sorda y lamentablemente no muda, arrastra mis huesos de la gran máquina al barco de mi cama, ese colchón roído y sucio, apenas disimulado por las sábanas que nos recuerdan impacientes... pero no volverás, tú no. Yo soy ya esas sábanas.

miércoles, 10 de octubre de 2007

PRIMER RECUERDO


Tratando de acotar una idea difusa dejó los platos de la cena a medio fregar, tomó con urgencia un folio, lo atrapó en el rodillo de su máquina de escribir y tecleó: “El momento de sentarse a escribir es mágico. Las palabras vienen a visitarnos como viejos conocidos y tras un protocolo de recibimiento y espera las alojamos -más o menos para siempre- en el papel. Parece como si alguien ajeno pero tan propio que no lográsemos reconocerlo las enviara y nosotros estuviéramos aquí simplemente para darles su acomodo. Pero lo inquietante de esta práctica no es sólo que nos remite a los terrenos movedizos del desdoblamiento y la usurpación, sino que al escribir, como al pensar, como al vivir, no se sabe lo que va a ocurrir después. La poesía puede salvarnos de la fealdad, la ficción de la realidad, pero nada puede salvarnos de la incertidumbre ”.

En este punto se quedó clavada, sin ganas ni recursos para continuar y, aprovechando el silencio, se dejó llevar durante unos instantes por la contemplación. A la izquierda del lugar donde escribía podía ver un rincón de la plaza del barrio obrero donde vivía. Había dejado de llover pero el viento continuaba agitando las copas de los árboles que desde la altura del cuarto piso no parecían más grandes que macetas. Todo cuanto podía observar desde allí se reducía a un mundo de asfalto, vegetación artificial y ladrillos. Nada apacible, bello, ni humano a la vista; sólo un bloque de quince pisos con algunas luces encendidas. A ella le gustaba pensar en las historias que se escondían tras aquellas cortinas y persianas. Antes, al cambiar de folio y mirar por la ventana había visto en la casa de enfrente la silueta de alguien que se inclinaba sobre una mesa como si estuviese escribiendo. A veces, mientras escribía un esbozo de relato o de texto, le asaltaba la idea de que estaba anotando los pensamientos de otro y simultáneamente alguien estaba recogiendo los suyos, como si todos estuviésemos escribiendo y leyendo el mismo libro en una inverosímil secuencia de relevos. Tal vez era un descanso imaginar que alguien, al otro lado de la plaza, en el cuarto piso, junto a una ventana como la que estaba enmarcando su mirada, reflejaba en ese mismo instante, con la ayuda de una maquina de escribir igual a la suya, los mismas imágenes desoladas que ella estaba contemplando en silencio. No era la primera vez que se veía sorprendida por un pensamiento especular. Desde niña se había sentido especialmente identificada con la Alicia que traspasa el espejo. Tal vez su mundo interior era demasiado acuciante como para soportarlo sola. Por eso desde niña había buscado refugio en el silencio, que es el lugar de donde brotan los pensamientos y las palabras, y por eso arrastraba aquella fama de rara, taciturna e impenetrable que la había convertido en una mujer solitaria con miedo a la soledad.

Desde niña había sentido la llamada de la escritura y había empezado por lo que mejor conocía: su vida y su mundo. A los doce años comenzó un diario íntimo que abandonó a los dieciséis. Durante esos años culminó la relación de amor-odio que mantenía consigo misma, con sus manías, miedos, fantasmas y obsesiones. Un amor adolescente, acabó por adueñarse de su vida y su espíritu, obligándola a volcar en él toda la energía, el impulso y la ilusión que ahora le faltaba. La decisión de acabar con aquella relación había sido suya, entre otras cosas porque él nunca se había mostrado demasiado exigente, ni apasionado, ni valiente, ni nada. Después de más de diez años había concluido con mucha pena que su relación amorosa más importante no significaba nada, o casi nada, más allá de un recuerdo largo y cómodo, algo así como un descanso de la vida (y del diario que durante aquellos años había quedado interrumpido).

Por casualidad, o quizá para salvarla de sus pensamientos, sonó el teléfono. Era su hermano, que llamaba para preguntar por su madre. -¿Cómo está mamá? -preguntó la voz ya casi desconocida-. -Las radiografías del ojo -dijo ella- han detectado que además de la cápsula opaca tiene un desprendimiento de retina. De momento tiene que estar reposando hasta el lunes. Por cierto, hay que ingresar 80.000 en vez de 40.000 porque al final le van a hacer dos intervenciones con láser.

Mientras informaba maquinalmente a su hermano le habían asaltado imágenes de cuando eran pequeños. Pero no imágenes nítidas de anécdotas concretas sino sensaciones difusas de infancia y melancolía. Casi le dio miedo comprobar la lejanía de los recuerdos y no tuvo fuerzas para pronunciar una sóla palabra cariñosa. Sin saber por qué se sintió rígida, incómoda y en cierto modo hasta culpable del distanciamiento y la desidia familiar. Después de colgar todavía permaneció un buen rato con el auricular clavado en la oreja, oyendo sin escuchar el pitido de la línea cortada.

Como una sonámbula deambuló después por la casa sin saber lo que buscaba o lo que quería. Encendió el televisor, hizo un repaso rápido con el mando a distancia sin encontrar nada que captara su atención y, entonces, con pasos decididos, como si una urgencia evitase de pronto la sensación de naufragio que impregnaba todos sus pensamientos, se dirigió al baño y mirándose al espejo se provocó conscientemente el llanto. Se dijo cosas horribles, reprochándose sin piedad su egoísmo, su debilidad, su hermetismo, sus pensamientos obsesivos y mezquinos. El primer acceso fue provocado, pero después no había modo de controlar los sucesivos ataques de llanto. Cuando sintió que se estaba serenando se lavó la cara con la intención de aliviar el escozor de los ojos. Al sentir el roce de las manos y el agua en la piel pensó por un instante que podía estar borrando las facciones que las lágrimas habían marcado en su rostro y se figuró que con aquel acto sencillo no sólo regresaba a su ser sino que inauguraba un ser distinto, un ser renovado que iba a lograr extraer su fuerza y su ánimo con la esperanza limpia y primigenia de quien ha tocado fondo, o ha conocido el infierno, o resurge de sus cenizas.

Entonces, ni ella sabe por qué, le sobrevino la idea, una vieja idea entre literaria y terapéutica que le había asaltado muchas veces pero que no había acometido nunca. Decidió que iba a escribir a partir de su primer recuerdo, pero esta vez sometida a una disciplina que había estado eludiendo siempre. De nuevo se sentó frente a la máquina de escribir pero esta vez sintiéndose otra, más corpórea, más firme, como reconstruida y renovada.

“El primer recuerdo nítido de mi vida es ese momento mágico (tendría tres años, había caído enferma), en que me levanto de la cama, me dirijo a la ventana de la habitación (entonces vivíamos en una gran casa de pueblo) y veo al médico: un hombre alto, trajeado, con maletín, que mi madre sale a recibir secándose las manos en el delantal. Mi reacción, sin duda desmesurada e inútil por la intensificación de las sensaciones típica de la infancia, fue esconderme debajo de la cama. Desde allí escuchaba los pasos y las voces cada vez más próximos, hasta que se abría la puerta y veía los enormes pies del médico. Mi madre me descubrió enseguida como si supiese de antemano que yo estaba escondida precisamente debajo de la cama. Recuerdo la sorpresa y el desconsuelo, la mezcla de rabia y admiración ante la sagacidad inoportuna de mi madre, y los pies, pero no la cara del médico, ni el desenlace de la situación. El fin del recuerdo es abrupto, igual que el final de las pesadillas. Por más esfuerzos que hago no recuerdo nada anterior a aquella mañana (¿o fue por la tarde?) en que esperaba la visita del médico. Algo debe suceder en el pensamiento de las personas para que una situación vivida y no otra, ponga en marcha los inexplicables mecanismos de la memoria. El nacimiento de la conciencia, debe ser entonces un segundo nacimiento no menos crucial y decisivo que el primero. En cualquier caso este es mi primer recuerdo y algún significado debe tener.”

Esta idea produjo en su ánimo una conmoción liberadora porque refrendaba de algún modo su esperanza en que la vida podía recomenzarse después de cada batacazo, desilusión o callejón sin salida, con tan sólo la fuerza de los subterfugios de la conciencia, tal como había creído conseguir poco antes al lavarse la cara con fruición después del llanto.

Pensado en el alejamiento respecto a su madre (nunca se acostumbró al largo noviazgo y después criticó su ruptura) releyó el texto y al acabar la lectura le puso un título: “La espera”. No sabía muy bien por qué había pensado en la idea de la espera pero le pareció que había dado en el clavo, que se había tocado el tuétano a sí misma. En su situación actual percibía -y no era la primera vez- sensaciones paralelas a las de aquella mañana (o tarde) en que nació por segunda vez. Esa sensación de identificación primigenia era algo que, ahora que lo pensaba, le había sucedido casi siempre en situaciones de espera tensa y angustia vivida en soledad. Había llegado a la conclusión de que no lograría superar su situación presente sin indagar en las profundas razones de su primer recuerdo consciente. Aquel vacío entre el nacimiento y el primer recuerdo no podía ser arbitrario. Entonces escribió: “Por razones cuya clave o sentido desconocemos, pero que seguramente contienen información esencial para nuestras vidas, se pone en marcha la memoria, nace la conciencia y la autobiografía de cada cual. Tratando de ceñirme a los hechos, a lo anecdótico de aquel recuerdo, no lograré desvelar nada. Lo importante, la razón por la que escribo esto, consiste en rastrear la amalgama de sentimientos que brotó entonces y la intuición de que, en ese rastreo, me encontraré a mí misma. El momento crucial de aquel primer recuerdo, la razón por la que aún tiene lugar en mi memoria, está cifrada en los sentimientos que debieron invadirme, en su intensidad y su verdad, entonces no verbalizables, y que, al reproducirse después en situaciones anímicas o psicológicas similares, me remitieron a aquella imagen primera, salvándola del olvido. Mi cuerpecito menudo y tembloroso bajo la cama, mi mente apabullada por intuiciones enfebrecidas por la enfermedad y agigantadas por mi propia pequeñez e ignorancia, en situación de espera tensa, angustiada por la indefensión y la soledad, con miedo al dolor, ¿no es extraño?. ¿No es precisamente lo mismo que ahora siento?. ¿La misma sensación que desde entonces se repite ante cualquier incertidumbre que me plantea la vida?”.

No podía más. Se había agotado. Sentía los pies fríos, las manos agarrotadas y la mente vacía, como si estuviera llegando al final después de una travesía épica y hubiese olvidado ya el lugar de donde partió, o las razones que la llevaron a emprender la marcha. Decidió desconectar de sus pensamientos viendo la tele. Buscó con el mando a distancia un canal donde reposar la mirada. Se detuvo a observar la pelea de una mujer con un hombre que la obligaba a esnifar cocaína. El traficante, agarraba a la mujer por el pelo y la aplastaba contra el polvito blanco, hasta que todo el lado izquierdo de su cara quedaba como enharinado. Al contemplar esa imagen se sintió conmocionada. Tan sólo unas semanas antes había tenido un extraño sueño que se desarrollaba en uno de los bares que solía frecuentar con sus amigos. Allí había visto los rostros de algunos conocidos y desconocidos embadurnados como la mujer del telefilm. Entonces apagó el televisor y volvió a escribir: “Es extraño como se concatenan los hechos de nuestra vida. La mente no deja de frecuentar palabras e imágenes inconexas provenientes de ámbitos dispares. Allí, en la frontera de lo real y lo ficticio, se encadenan con una solidez que invalida cualquier consideración posterior sobre la verdad de su origen o el alcance de su impacto. Significaciones extraídas de los más variopintos niveles y situaciones adquieren algún día, por motivos muy difíciles de rastrear una importancia crucial. Por eso hay veces que actuamos como autómatas, bajo los efectos de una especie de autohipnósis provocada por un azar cuya peculiaridad consiste en que, sin saberlo, emana de nosotros mismos. De un modo parecido, bajo efectos sutiles de corrientes indescifrables mi situación de espera presente me ha remitido a mi primer recuerdo consciente. Por eso, porque los recorridos de la mente se complican con gran facilidad, me he propuesto renunciar a la divagación y centrarme. Por una vez en mi vida quiero profundizar en algo y extraer de ese empeño una calma que no se parezca en nada a esta nada permanente que siento”.

El cansancio estaba convirtiendo aquel punto en punto final pero después de una breve relectura añadió: “Lo que cansa de la vida es que nada puede anticiparse, ni repetirse, ni recordarse siquiera. Todo debemos afrontarlo en medio de un presente inmenso en el que naufragamos perdidos y solos. Tal vez por esta razón, lo más inteligente es seguir como de niños, viviéndolo todo como si sucediese por primera vez”.

Entonces sí, completamente agotada, guardó sus papeles y se metió en la cama. Iba a ser difícil dormirse. El fin de semana resultaría largo, intenso y agobiante. El lunes, a las 9 de la mañana, formaría parte, por primera vez en su vida, de un equipo médico que iba intervenir con láser, un desprendimiento de retina.

Anónimo

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